¿Estás enamorado de Cristo?
La vocación cristiana, como todo enamoramiento, lleva consigo un trato interpersonal: “¿Dónde vives?”, le preguntan enseguida los discípulos.
“Venid y veréis”, les contesta Jesús. Y dice el evangelista que estaban tan a gusto “que se quedaron con Jesús aquel día”.
El evangelista san Juan (Jn 1, 35-42) nos describe minuciosamente el relato de la vocación de los primeros discípulos de Cristo y su encuentro con Él. Todos tenemos una vocación; y nuestra primera y principal vocación es la vocación cristiana.
La vocación cristiana implica enamoramiento. La vocación cristiana consiste sobre todo en un tirón personal que sentimos hacia Jesús como Alguien que es fundamental para nuestra propia vida. Es creer y sentir que Jesús es el centro de mi propia historia personal. Es saber que Jesús es imprescindible para mí, que no podría vivir sin Él.
La vocación cristiana, como todo enamoramiento, lleva consigo un trato interpersonal: “¿Dónde vives?”, le preguntan enseguida los discípulos.
“Venid y veréis”, les contesta Jesús. Y dice el evangelista que estaban tan a gusto “que se quedaron con Jesús aquel día”. Hay que convivir con Jesús, tan vivo hoy para los que le amamos como aquella tarde en la ribera del Jordán para los primeros discípulos. Tenemos que trabar contacto constante con Jesús, presente en nosotros mismos, en la eucaristía, en el prójimo… No se puede ser cristianos por correspondencia, sino con el trato cercano e íntimo con el Señor, a través de la oración, del servicio y de la entrega.
La vocación cristiana supone una llamada. Puede ser Jesús mismo quien directamente nos llame, como en el caso del recaudador Mateo, o del perseguidor Pablo de Tarso. O puede ser por medio de alguien o de algo: el dedo de Juan Bautista que señala a Jesús en el caso de los primeros discípulos, o de un familiar, una predicación… Pero tiene que llegar a cuajar en una vivencia intransferible. Hay que llegar al encuentro directo con Jesús, personalizarlo, vivenciarlo.
Y, como en la vida, también en el evangelio, cuando existe familiaridad, se buscan nombres nuevos para llamar al ser que amamos: diminutivos, motes cariñosos han empleado desde siempre novios, esposos, amigos. Cuando Jesús llama al que será su primer apóstol, le cambia también el nombre: “Tú eres Simón, el hijo de Juan. De ahora en adelante te llamarás Pedro”. En el bautismo se nos confía el nombre “cristiano”. Un nombre que no debe ser una etiqueta superficial, sino algo profundo que nos identifique con Cristo, con su mensaje, y que nos anime a amarle y seguirle.
El cristiano debe anunciar a Jesús. La vocación cristiana debe ser al mismo tiempo contagiosa. Porque los cristianos, según el apóstol Pedro, tenemos que estar siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pida (1P 3, 15); sobre todo, debemos ser testigos del núcleo central de esa esperanza que es Jesús de Nazaret. Debemos sentir como un doble movimiento en nuestra vida: hacia dentro por el que nos sentimos gozosos de la presencia de Cristo en nosotros; y hacia fuera, por el que llevamos a Cristo a los demás. “Hemos encontrado al Mesías”, anunció Andrés entusiasmado a su hermano Simón. La propaganda del ser amado es lo más natural, lo hacen todos lo que se aman. Y debe hacerlo también el cristiano que ama y está enamorado de Jesús.
Domingo Fernández Villa
Colaborador de la revista El Santo